domingo, 24 de agosto de 2014

La cautiva / 1837 Esteban Echeverría (1805-1851)




 Primera parte 

 EL DESIERTO


 Era la tarde, y la hora 
 en que el sol la cresta dora 
 de los Andes. El Desierto 
 inconmensurable, abierto, 
 y misterioso a sus pies 
 se extiende; triste el semblante, 
 solitario y taciturno 
 como el mar, cuando un instante 
 el crepúsculo nocturno, 
 pone rienda a su altivez. 


 Gira en vano, reconcentra 
 su inmensidad, y no encuentra 
 la vista, en su vivo anhelo, 
 do fijar su fugaz vuelo, 
 como el pájaro en el mar. 
 Doquier campos y heredades 
 del ave y bruto guaridas, 
 doquier cielo y soledades 
 de Dios sólo conocidas, 
 que El sólo puede sondar. 


 A veces la tribu errante 
 sobre el potro rozagante, 
 cuyas crines altaneras 
 flotan al viento ligeras, 
 lo cruza cual torbellino, 
 y pasa; o su toldería  1 
 sobre la grama frondosa 
 asienta, esperando el día 
 duerme, tranquila reposa, 
 sigue veloz su camino. 


 ¡Cuántas, cuántas maravillas, 
 sublimes y a par sencillas, 
 sembró la fecunda mano 
 de Dios allí! ¡Cuánto arcano 
 que no es dado al mundo ver! 
 La humilde yerba, el insecto, 
 la aura aromática y pura; 
 el silencio, el triste aspecto 
 de la grandiosa llanura, 
 el pálido anochecer. 


 Las armonías del viento 
 dicen más al pensamiento 
 que todo cuanto a porfía 
 la vana filosofía 
 pretende altiva enseñar. 
 ¡Qué pincel podrá pintarlas 
 sin deslucir su belleza! 
 ¡Qué lengua humana alabarlas! 
 Sólo el genio su grandeza 
 puede sentir y admirar. 


 Ya el sol su nítida frente 
 reclinaba en occidente, 
 derramando por la esfera 
 de su rubia cabellera 
 el desmayado fulgor. 
 Sereno y diáfano el cielo, 
 sobre la gala verdosa 
 de la llanura, azul velo 
 esparcía, misteriosa 
 sombra dando a su color. 


 El aura moviendo apenas 
 sus alas de aroma llenas, 
 entre la yerba bullía 
 del campo que parecía 
 como un piélago ondear. 
 Y la tierra, contemplando 
 del astro rey la partida, 
 callaba, manifestando, 
 como en una despedida, 
 en su semblante pesar. 


 Sólo a ratos, altanero 
 relinchaba un bruto fiero, 
 aquí o allá, en la campaña; 
 bramaba un toro de saña, 
 rugía un tigre feroz; 
 o las nubes contemplando, 
 como extático y gozoso, 
 el yajá  2, de cuando en cuando, 
 turbaba el mudo reposo 
 con su fatídica voz. 


 Se puso el sol; parecía 
 que el vasto horizonte ardía: 
 la silenciosa llanura 
 fue quedando más obscura, 
 más pardo el cielo, y en él, 
 con luz trémula brillaba 
 una que otra estrella, y luego 
 a los ojos se ocultaba, 
 como vacilante fuego 
 en soberbio chapitel. 


 El crepúsculo, entretanto, 
 con su claroscuro manto, 
 veló la tierra; una faja, 
 negra como una mortaja, 
 el occidente cubrió; 
 mientras la noche bajando 
 lenta venía, la calma 
 que contempla suspirando, 
 inquieta a veces el alma, 
 con el silencio reinó. 


 Entonces, como el rüido, 
 que suele hacer el tronido 
 cuando retumba lejano, 
 se oyó en el tranquilo llano 
 sordo y confuso clamor; 
 se perdió... y luego violento, 
 como baladro espantoso 
 de turba inmensa, en el viento 
 se dilató sonoroso, 
 dando a los brutos pavor. 


 Bajo la planta sonante 
 del ágil potro arrogante 
 el duro suelo temblaba, 
 y envuelto en polvo cruzaba 
 como animado tropel, 
 velozmente cabalgando; 
 víanse lanzas agudas, 
 cabezas, crines ondeando, 
 y como formas desnudas 
 de aspecto extraño y crüel. 


 ¿Quién es? ¿Qué insensata turba 
 con su alarido perturba, 
 las calladas soledades 
 de Dios, do las tempestades 
 sólo se oyen resonar? 
 ¿Qué humana planta orgullosa 
 se atreve a hollar el desierto 
 cuando todo en él reposa? 
 ¿Quién viene seguro puerto 
 en sus yermos a buscar? 


 ¡Oíd! Ya se acerca el bando 
 de salvajes, atronando 
 todo el campo convecino. 
 ¡Mirad! Como torbellino 
 hiende el espacio veloz. 
 El fiero ímpetu no enfrena 
 del bruto que arroja espuma; 
 vaga al viento su melena, 
 y con ligereza suma 
 pasa en ademán atroz. 


 ¿Dónde va? ¿De dónde viene? 
 ¿De qué su gozo proviene? 
 ¿Por qué grita, corre, vuela, 
 clavando al bruto la espuela, 
 sin mirar alrededor? 
 ¡Ved que las puntas ufanas 
 de sus lanzas, por despojos, 
 llevan cabezas humanas, 
 cuyos inflamados ojos 
 respiran aún furor! 


 Así el bárbaro hace ultraje 
 al indomable coraje 
 que abatió su alevosía; 
 y su rencor todavía 
 mira, con torpe placer, 
 las cabezas que cortaron 
 sus inhumanos cuchillos, 
 exclamando: -"Ya pagaron 
 del cristiano los caudillos 
 el feudo a nuestro poder. 


 Ya los ranchos  3 do vivieron 
 presa de las llamas fueron, 
 y muerde el polvo abatida 
 su pujanza tan erguida. 
 ¿Dónde sus bravos están? 
 Vengan hoy del vituperio, 
 sus mujeres, sus infantes, 
 que gimen en cautiverio, 
 a libertar, y como antes 
 nuestras lanzas probarán". 


 Tal decía; y, bajo el callo 
 del indómito caballo, 
 crujiendo el suelo temblaba; 
 hueco y sordo retumbaba 
 su grito en la soledad. 
 Mientras la noche, cubierto 
 el rostro en manto nubloso, 
 echó en el vasto desierto, 
 su silencio pavoroso, 
 su sombría majestad. 

   
   

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