sábado, 30 de agosto de 2014

La partida - Cuento - Leónidas Barletta


Trajeron agua del río, y se lavó, despacio.
-Mire, Adelina, déme una camisa limpia -dijo con voz ahogada-, quiero irme decente.
La mujer le anudó el pañuelo al cuello y le peinó el cabello largo alrededor de las orejas.
-Bueno; me voy -dijo con una exaltación ahogada-. Tráigame el rebenque grande, ¿quiere?
Los ojos, chiquitos, con un anillo de agua en la pupila, brillaron agudos por un instante.
-Bueno; me voy -repitió, ensimismado.
La mujer se movió; fija la mirada triste, las manos, cruzadas sobre el vientre.
-Bueno; me voy -tornó a decir, y agregó con cierta firmeza: -Déjela entrar nomás a la Elenita.
La muchacha entró, demudada. Quedó inmóvil junto a su padre y gruesas lágrimas empezaron a mojarle la cara.
-¿Por qué llora, pues? -dijo él suavecito-. Enjúguese. Acérquese a besar a su padre. No pierda el tiempo. Ya tendrá ocasión de llorar. Béseme de una vez y hágalo entrar al Emilio.
La separó despacito de su rostro y la muchacha salió, hipando.
Afuera se detuvo frente a su hermano y a su madre y dijo, aspirando las sílabas:
—¡Se va!
La puerta del rancho volvió a chirriar y entró el varón, serio, indeciso, mirando con insistencia al suelo, balanceándose como si tuviese que tomar impulso para dar un salto.
El padre lo miró de hito en hito, y de repente, exclamó con la voz alterada:
-Vea, muchacho… Déme su mano… ¡Qué embromar…! ¡Si es un alivio…! -y al apretar la mano, añadió…: -¡Esto me basta!
Y como sabía que su hijo no iba a soltar palabra, dijo por él:
—¡Y que me vaya lindo!
Fue un apretón de manos corto, firme.
—Deje entrar ahora a su madre, que está esperando.
Salió el mozo, con la boca apretada, respirando fuerte y esquivando los ojos. Se plantó frente a su madre y a su hermana y masculló entre dientes, como con rabia:
-¡Se va!
Y entró la madre. Se aproximó lentamente al hombre; los ojos colorados, la boca estremecida.
-Siéntese -murmuró él-. Quédese un ratito así. No me diga nada. ¿Comprende?
Varillas de luz caían desde el techo del rancho. Oían distintamente el ruido que hacían los dos al respirar.
Él no necesitó mirarla para saber que tenía los ojos llenos de lágrimas. Le dijo con dulzura:
-Mire, Adelina, usté no pudo ser mejor de lo que fue… Mire… ¡y ojalá yo hubiese sido como usted quiso que fuera…! ¡Verdá…! ¡Verdá…!
Hizo un instante de silencio y luego:
-¡Está bueno…! Mire, Adelina, prepárese nomás. Y déjese de andar lloriqueando. Todas las partidas son lo mesmo. Verdá. Y ahora, con su licencia, déjeme que me vaya.
Entonces la mujer se arrodilla y barbota entro sollozos:
-No; Bautista, si usté no se me va. ¡Qué se me va a ir! ¡Cómo me va a dejar a mí solita! ¡Hemos andado tanto tiempo acollarados! ¡No; si usté no se me va!
Pero se interrumpe de golpe porque la mano de su hombre ha caído inerte fuera del camastro.
Ahora se enjuga los ojos, sale del rancho, enfrenta desesperada a sus hijos y dice con voz ronca:
¡Se jue!


viernes, 29 de agosto de 2014

Una noche - José Asunción Silva

 Plumilla de Sergio Trujillo Magnenat

      Una noche 
una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas, 
      Una noche 
en que ardían en la sombra nupcial y húmeda, las luciérnagas fantásticas, 
a mi lado, lentamente, contra mí ceñida, toda, 
        muda y pálida 
como si un presentimiento de amarguras infinitas, 
hasta el fondo más secreto de tus fibras te agitara, 
por la senda que atraviesa la llanura florecida 
       caminabas, 
       y la luna llena 
por los cielos azulosos, infinitos y profundos esparcía su luz blanca, 
       y tu sombra 
       fina y lánguida 
       y mi sombra 
por los rayos de la luna proyectada 
sobre las arenas tristes 
de la senda se juntaban. 
       Y eran una 
       y eran una 
y eran una sola sombra larga! 
y eran una sola sombra larga! 
y eran una sola sombra larga!

      Esta noche 
      solo, el alma 
llena de las infinitas amarguras y agonías de tu muerte, 
separado de ti misma, por la sombra, por el tiempo y la distancia, 
       por el infinito negro, 
       donde nuestra voz no alcanza, 
       solo y mudo 
       por la senda caminaba, 
y se oían los ladridos de los perros a la luna, 
       a la luna pálida 
       y el chillido 
       de las ranas, 
sentí frío, era el frío que tenían en la alcoba 
tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas, 
       entre las blancuras níveas 
       de las mortuorias sábanas! 
Era el frío del sepulcro, era el frío de la muerte, 
       Era el frío de la nada... 

       Y mi sombra 
       por los rayos de la luna proyectada, 
       iba sola, 
       iba sola 
       ¡iba sola por la estepa solitaria! 
       Y tu sombra esbelta y ágil 
       fina y lánguida, 
como en esa noche tibia de la muerta primavera, 
como en esa noche llena de perfumes, de 
            murmullos y de músicas de alas, 
       se acercó y marchó con ella, 
       se acercó y marchó con ella, 
se acercó y marchó con ella... ¡Oh las sombras enlazadas! 
¡Oh las sombras que se buscan y se juntan en las 
                 noches de negruras y de lágrimas!... 

Romance de la luna - Federico García Lorca









 a Conchita García Lorca



La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira mira.
El niño la está mirando.

En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.

Niño déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.

Huye luna, luna, luna,
que ya siento sus caballos.
Niño déjame, no pises,
mi blancor almidonado.

El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño,
tiene los ojos cerrados.

Por el olivar venían,
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.

¡Cómo canta la zumaya,
ay como canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
con el niño de la mano.

Dentro de la fragua lloran,
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
el aire la está velando.




 

Muerte de Antoñito el Camborio - Federico García Lorca


a José Antonio Rubio Sacristán










Voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir.
Voces antiguas que cercan
voz de clavel varonil.
Les clavó sobre las botas
mordiscos de jabalí.
En la lucha daba saltos
jabonados de delfín.
Bañó con sangre enemiga
su corbata carmesí,
pero eran cuatro puñales
y tuvo que sucumbir.
Cuando las estrellas clavan
rejones al agua gris,
cuando los erales sueñan
verónicas de alhelí,
voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir.

Antonio Torres Heredia,
Camborio de dura crin,
moreno de verde luna,
voz de clavel varonil:
¿Quién te ha quitado la vida
cerca del Guadalquivir?
Mis cuatro primos Heredias
hijos de Benamejí.
Lo que en otros no envidiaban,
ya lo envidiaban en mí.
Zapatos color corinto,
medallones de marfil,
y este cutis amasado
con aceituna y jazmín.
¡Ay Antoñito el Camborio
digno de una Emperatriz!
Acuérdate de la Virgen
porque te vas a morir.
¡Ay Federico García,
llama a la Guardia Civil!
Ya mi talle se ha quebrado
como caña de maíz.

Tres golpes de sangre tuvo
y se murió de perfil.
Viva moneda que nunca
se volverá a repetir.
Un ángel marchoso pone
su cabeza en un cojín.
Otros de rubor cansado,
encendieron un candil.
Y cuando los cuatro primos
llegan a Benamejí,
voces de muerte cesaron
cerca del Guadalquivir.

Cultivo una rosa blanca - José Martí

Cultivo una rosa blanca
en junio como enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.

Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca.