sábado, 30 de agosto de 2014

La partida - Cuento - Leónidas Barletta


Trajeron agua del río, y se lavó, despacio.
-Mire, Adelina, déme una camisa limpia -dijo con voz ahogada-, quiero irme decente.
La mujer le anudó el pañuelo al cuello y le peinó el cabello largo alrededor de las orejas.
-Bueno; me voy -dijo con una exaltación ahogada-. Tráigame el rebenque grande, ¿quiere?
Los ojos, chiquitos, con un anillo de agua en la pupila, brillaron agudos por un instante.
-Bueno; me voy -repitió, ensimismado.
La mujer se movió; fija la mirada triste, las manos, cruzadas sobre el vientre.
-Bueno; me voy -tornó a decir, y agregó con cierta firmeza: -Déjela entrar nomás a la Elenita.
La muchacha entró, demudada. Quedó inmóvil junto a su padre y gruesas lágrimas empezaron a mojarle la cara.
-¿Por qué llora, pues? -dijo él suavecito-. Enjúguese. Acérquese a besar a su padre. No pierda el tiempo. Ya tendrá ocasión de llorar. Béseme de una vez y hágalo entrar al Emilio.
La separó despacito de su rostro y la muchacha salió, hipando.
Afuera se detuvo frente a su hermano y a su madre y dijo, aspirando las sílabas:
—¡Se va!
La puerta del rancho volvió a chirriar y entró el varón, serio, indeciso, mirando con insistencia al suelo, balanceándose como si tuviese que tomar impulso para dar un salto.
El padre lo miró de hito en hito, y de repente, exclamó con la voz alterada:
-Vea, muchacho… Déme su mano… ¡Qué embromar…! ¡Si es un alivio…! -y al apretar la mano, añadió…: -¡Esto me basta!
Y como sabía que su hijo no iba a soltar palabra, dijo por él:
—¡Y que me vaya lindo!
Fue un apretón de manos corto, firme.
—Deje entrar ahora a su madre, que está esperando.
Salió el mozo, con la boca apretada, respirando fuerte y esquivando los ojos. Se plantó frente a su madre y a su hermana y masculló entre dientes, como con rabia:
-¡Se va!
Y entró la madre. Se aproximó lentamente al hombre; los ojos colorados, la boca estremecida.
-Siéntese -murmuró él-. Quédese un ratito así. No me diga nada. ¿Comprende?
Varillas de luz caían desde el techo del rancho. Oían distintamente el ruido que hacían los dos al respirar.
Él no necesitó mirarla para saber que tenía los ojos llenos de lágrimas. Le dijo con dulzura:
-Mire, Adelina, usté no pudo ser mejor de lo que fue… Mire… ¡y ojalá yo hubiese sido como usted quiso que fuera…! ¡Verdá…! ¡Verdá…!
Hizo un instante de silencio y luego:
-¡Está bueno…! Mire, Adelina, prepárese nomás. Y déjese de andar lloriqueando. Todas las partidas son lo mesmo. Verdá. Y ahora, con su licencia, déjeme que me vaya.
Entonces la mujer se arrodilla y barbota entro sollozos:
-No; Bautista, si usté no se me va. ¡Qué se me va a ir! ¡Cómo me va a dejar a mí solita! ¡Hemos andado tanto tiempo acollarados! ¡No; si usté no se me va!
Pero se interrumpe de golpe porque la mano de su hombre ha caído inerte fuera del camastro.
Ahora se enjuga los ojos, sale del rancho, enfrenta desesperada a sus hijos y dice con voz ronca:
¡Se jue!


viernes, 29 de agosto de 2014

Una noche - José Asunción Silva

 Plumilla de Sergio Trujillo Magnenat

      Una noche 
una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas, 
      Una noche 
en que ardían en la sombra nupcial y húmeda, las luciérnagas fantásticas, 
a mi lado, lentamente, contra mí ceñida, toda, 
        muda y pálida 
como si un presentimiento de amarguras infinitas, 
hasta el fondo más secreto de tus fibras te agitara, 
por la senda que atraviesa la llanura florecida 
       caminabas, 
       y la luna llena 
por los cielos azulosos, infinitos y profundos esparcía su luz blanca, 
       y tu sombra 
       fina y lánguida 
       y mi sombra 
por los rayos de la luna proyectada 
sobre las arenas tristes 
de la senda se juntaban. 
       Y eran una 
       y eran una 
y eran una sola sombra larga! 
y eran una sola sombra larga! 
y eran una sola sombra larga!

      Esta noche 
      solo, el alma 
llena de las infinitas amarguras y agonías de tu muerte, 
separado de ti misma, por la sombra, por el tiempo y la distancia, 
       por el infinito negro, 
       donde nuestra voz no alcanza, 
       solo y mudo 
       por la senda caminaba, 
y se oían los ladridos de los perros a la luna, 
       a la luna pálida 
       y el chillido 
       de las ranas, 
sentí frío, era el frío que tenían en la alcoba 
tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas, 
       entre las blancuras níveas 
       de las mortuorias sábanas! 
Era el frío del sepulcro, era el frío de la muerte, 
       Era el frío de la nada... 

       Y mi sombra 
       por los rayos de la luna proyectada, 
       iba sola, 
       iba sola 
       ¡iba sola por la estepa solitaria! 
       Y tu sombra esbelta y ágil 
       fina y lánguida, 
como en esa noche tibia de la muerta primavera, 
como en esa noche llena de perfumes, de 
            murmullos y de músicas de alas, 
       se acercó y marchó con ella, 
       se acercó y marchó con ella, 
se acercó y marchó con ella... ¡Oh las sombras enlazadas! 
¡Oh las sombras que se buscan y se juntan en las 
                 noches de negruras y de lágrimas!... 

Romance de la luna - Federico García Lorca









 a Conchita García Lorca



La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira mira.
El niño la está mirando.

En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.

Niño déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.

Huye luna, luna, luna,
que ya siento sus caballos.
Niño déjame, no pises,
mi blancor almidonado.

El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño,
tiene los ojos cerrados.

Por el olivar venían,
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.

¡Cómo canta la zumaya,
ay como canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
con el niño de la mano.

Dentro de la fragua lloran,
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
el aire la está velando.




 

Muerte de Antoñito el Camborio - Federico García Lorca


a José Antonio Rubio Sacristán










Voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir.
Voces antiguas que cercan
voz de clavel varonil.
Les clavó sobre las botas
mordiscos de jabalí.
En la lucha daba saltos
jabonados de delfín.
Bañó con sangre enemiga
su corbata carmesí,
pero eran cuatro puñales
y tuvo que sucumbir.
Cuando las estrellas clavan
rejones al agua gris,
cuando los erales sueñan
verónicas de alhelí,
voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir.

Antonio Torres Heredia,
Camborio de dura crin,
moreno de verde luna,
voz de clavel varonil:
¿Quién te ha quitado la vida
cerca del Guadalquivir?
Mis cuatro primos Heredias
hijos de Benamejí.
Lo que en otros no envidiaban,
ya lo envidiaban en mí.
Zapatos color corinto,
medallones de marfil,
y este cutis amasado
con aceituna y jazmín.
¡Ay Antoñito el Camborio
digno de una Emperatriz!
Acuérdate de la Virgen
porque te vas a morir.
¡Ay Federico García,
llama a la Guardia Civil!
Ya mi talle se ha quebrado
como caña de maíz.

Tres golpes de sangre tuvo
y se murió de perfil.
Viva moneda que nunca
se volverá a repetir.
Un ángel marchoso pone
su cabeza en un cojín.
Otros de rubor cansado,
encendieron un candil.
Y cuando los cuatro primos
llegan a Benamejí,
voces de muerte cesaron
cerca del Guadalquivir.

Cultivo una rosa blanca - José Martí

Cultivo una rosa blanca
en junio como enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.

Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca.

La Patria - Julia Prilutzky Farny

Se nace en cualquier parte. Es el misterio,
- es el primer misterio inapelable -
pero se ama una tierra como propia
y se quiere volver a sus entrañas.

Allí donde partir es imposible,
donde permanecer es necesario,
donde el barro es más fuerte que el deseo
de seguir caminando,
donde las manos caen bruscamente
y estar arrodillado es el descanso,
donde se mira el cielo con soberbia
desesperada y áspera,
donde nunca se está del todo solo,
donde cualquier umbral es la morada.

Donde se quiere arar. Y dar un hijo.
Y se quiere morir, está la patria.

domingo, 24 de agosto de 2014

El laberinto - Laberinto - Jorge Luis Borges



Teseo y el Minotauro. Canova, s. XVIII




El laberinto

Zeus no podría desatar las redes
de piedra que me cercan. He olvidado
los hombres que antes fui; sigo el odiado
camino de monótonas paredes
que es mi destino. Rectas galerías
que se curvan en círculos secretos
al cabo de los años. Parapetos
que ha agrietado la usura de los días.

En el pálido polvo que he descifrado
rastros que temo. El aire me ha traído
en las cóncavas tardes un bramido
o el eco de un bramido desolado.

Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte
es fatigar las largas soledades
que tejen y destejen este Hades
y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.

Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
éste el último día de la espera.



Laberinto

No habrá nunca una puerta. Estás dentro
y el alcázar abarca el universo
y no tiene ni anverso ni reverso
ni externo muro ni secreto centro.

No esperes que el rigor de tu camino
que tercamente se bifurca en otro,
que tercamente se bifurca en otro,
tendrá fin. Es de hierro tu destino
como tu juez. No aguardes la embestida
del toro que es un hombre y cuya extraña
forma plural da horror a la maraña
de interminable piedra entretejida.

No existe. Nada esperes. Ni siquiera
en el negro crepúsculo la fiera.

Serranilla - La moza de la Finojosa - Iñigo López de Mendoza - El Marqués de Santillana

  Moza tan fermosa
non vi en la frontera,
como una vaquera
de la Finojosa.

  Faciendo la vía              
del Calatraveño
a Santa María,
vencido del sueño,
por tierra fragosa
perdí la carrera,                
do vi la vaquera
de la Finojosa.

  En un verde prado
de rosas y flores,
guardando ganado
con otros pastores,            
la vi tan graciosa
que apenas creyera
que fuese vaquera
de la Finojosa.

  No creo las rosas              
de la primavera
sean tan fermosas
ni de tal manera,
fablando sin glosa,
si antes supiera                
de aquella vaquera
de la Finojosa.

  No tanto mirara
su mucha beldad,
porque me dejara                
en mi libertad.
Mas dije: «Donosa
(por saber quién era),
¿dónde es la vaquera
de la Finojosa?»                

  Bien como riendo,
dijo: «Bien vengades;
que ya bien entiendo
lo que demandades:
non es deseosa                  
de amar, nin lo espera,
aquesa vaquera
de la Finojosa.»

Coplas a la muerte de su padre - Jorge Manrique

1.- Recuerde el alma dormida
avive el seso e despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer ,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

2.- Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
e acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo non venido
por pasado.
Non se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera
más que duró lo que vio,
pues que todo ha de pasar
por tal manera.

3.- Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
e más chicos;
i llegados, son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos.

Voy a dormir - Alfonsina Storni

Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.

Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación, la que te guste;
todas son buenas, bájala un poquito.

Déjame sola: oyes romper los brotes...
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases

para que olvides... Gracias... Ah, un encargo:

si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido.
(24 de octubre de 1938)

La muralla - Nicolás Guillén

Para hacer esta muralla,
tráiganme todas las manos:
Los negros, su manos negras,
los blancos, sus blancas manos.
Ay,
una muralla que vaya
desde la playa hasta el monte,
desde el monte hasta la playa, bien,
allá sobre el horizonte.

—¡Tun, tun!
—¿Quién es?
—Una rosa y un clavel...
—¡Abre la muralla!
—¡Tun, tun!
—¿Quién es?
—El sable del coronel...
—¡Cierra la muralla!
—¡Tun, tun!
—¿Quién es?
—La paloma y el laurel...
—¡Abre la muralla!
—¡Tun, tun!
—¿Quién es?
—El alacrán y el ciempiés...
—¡Cierra la muralla!

Al corazón del amigo,
abre la muralla;
al veneno y al puñal,
cierra la muralla;
al mirto y la yerbabuena,
abre la muralla;
al diente de la serpiente,
cierra la muralla;
al ruiseñor en la flor,
abre la muralla...

Alcemos una muralla
juntando todas las manos;
los negros, sus manos negras,
los blancos, sus blancas manos.
Una muralla que vaya
desde la playa hasta el monte,
desde el monte hasta la playa, bien,
allá sobre el horizonte...

Sinfonía en gris mayor - Rubén Darío 1891

El mar como un vasto cristal azogado
refleja la lámina de un cielo de zinc;
lejanas bandadas de pájaros manchan
el fondo bruñido de pálido gris.

El sol como un vidrio redondo y opaco
con paso de enfermo camina al cenit;
el viento marino descansa en la sombra
teniendo de almohada su negro clarín.

Las ondas que mueven su vientre de plomo
debajo del muelle parecen gemir.
Sentado en un cable, fumando su pipa,
está un marinero pensando en las playas
de un vago, lejano, brumoso país.

Es viejo ese lobo. Tostaron su cara
los rayos de fuego del sol del Brasil;
los recios tifones del mar de la China
le han visto bebiendo su frasco de gin.

La espuma impregnada de yodo y salitre
ha tiempo conoce su roja nariz,
sus crespos cabellos, sus bíceps de atleta,
su gorra de lona, su blusa de dril.

En medio del humo que forma el tabaco
ve el viejo el lejano, brumoso país,
adonde una tarde caliente y dorada
tendidas las velas partió el bergantín...

La siesta del trópico. El lobo se aduerme.
Ya todo lo envuelve la gama del gris.
Parece que un suave y enorme esfumino
del curvo horizonte borrara el confín.

La siesta del trópico. La vieja cigarra
ensaya su ronca guitarra senil,
y el grillo preludia un solo monótono
en la única cuerda que está en su violín.

                         

Santos Vega - Rafael Obligado

El alma del payador

Cuando la tarde se inclina
sollozando al Occidente,
corre una sombra doliente
sobre la pampa argentina.
Y cuando el sol ilumina
con luz brillante y serena
del ancho campo la escena,
la melancólica sombra
huye besando la alfombra
con el afán de la pena.

Cuentan los criollos del suelo
que, en tibia noche de luna,
en solitaria laguna
para la sombra su vuelo;
que allí se ensancha y un velo
va sobre el agua formando,
mientras se goza escuchando,
por singular beneficio,
el incesante bullicio
que hacen las olas rodando.

Dicen que en noche nublada,
si su guitarra algún mozo
en el crucero del pozo
deja de intento colgada,
llega la sombra callada
y, al envolverla en su manto,
suena el preludio de un canto
entre las cuerdas dormidas,
cuerdas que vibran heridas
como por gotas de llanto.

Cuentan que en noche de aquellas
en que la Pampa se abisma
en la extensión de sí misma
sin su corona de estrellas,
sobre las lomas más bellas,
donde hay más trébol risueño,
luce una antorcha sin dueño
entre una niebla indecisa,
para que temple la brisa
las blandas alas del sueño.

Mas si trocado el desmayo
en tempestad de su seno,
estalla el cóncavo trueno
que es la palabra del rayo,
hiere al ombú de soslayo
rojiza sierpe de llamas,
que, calcinando sus ramas,
serpea, corre y asciende,
y en la alta copa desprende
brillante lluvia de escamas.

Cuando, en las siestas de estío,
las brillazones remedan
vastos oleajes que ruedan
sobre fantástico río,
mudo, abismado y sombrío,
baja un jinete la falda
tinta de bella esmeralda,
llega a las márgenes solas
...¡y hunde su potro en las olas,
con la guitarra a la espalda!

Si entonces cruza a lo lejos,
galopando sobre el llano
solitario, algún paisano,
viendo al otro en los reflejos
de aquel abismo de espejos,
siente indecibles quebrantos,
y, alzando en vez de sus cantos
una oración de ternura,
al persignarse murmura:
"¡El alma del viejo Santos!"

Yo, que en la tierra he nacido
donde ese genio ha cantado,
y el pampero he respirado
que al payador ha nutrido,
beso este suelo querido
que a mis caricias se entrega,
mientras de orgullo me anega
la convicción de que es mía
¡la patria de Echeverría,
la tierra de Santos Vega!


La prenda del payador

El sol se oculta: inflamado
el horizonte fulgura,
y se extiende en la llanura
ligero estambre dorado.
Sopla el viento sosegado,
y del inmenso circuito
no llega al alma otro grito,
ni al corazón otro arrullo,
que un monótono murmullo,
que es la voz del infinito.

Santos Vega cruza el llano
alta el ala del sombrero,
levantada del pampero
al impulso soberano.
Viste poncho americano
suelto en ondas de su cuello,
y chispeando en su cabello
y en el bronce de su frente,
lo cincela el sol poniente
con el último destello.

¿Dónde va? Vese distante
de un ombú la copa erguida,
como espiando la partida
de la luz agonizante.
Bajo la sombra gigante
de aquel árbol bienhechor,
su techo, que es un primor
de reluciente totora,
alza el rancho donde mora
la prenda del payador.

Ella, en el tronco sentada,
meditabunda le espera,
y en su negra cabellera
hunde la mano rosada.
Le ve venir: su mirada,
más que la tarde serena,
se cierra entonces sin pena,
porque es todo su embeleso
que él la despierte de un beso
dado en su frente morena.

No bien llega, el labio amado
toca la frente querida
y vuela un soplo de vida
por el ramaje callado...
Un ¡ay! apenas lanzado,
como susurro de palma
gira en la atmósfera en calma;
y ella, fingiéndole enojos,
alza a su dueño unos ojos
que son dos besos del alma.

Cerró la noche. Un momento
quedó la Pampa en reposo,
cuando un rasgueo armonioso
pobló de notas el viento.
Luego, en el dulce instrumento
vibró una endecha de amor,
y, en el hombro del cantor,
llena de amante tristeza,
ella dobló la cabeza.

"Yo soy la nube lejana
(Vega en su canto decía)
que con la noche sombría
huye al venir la mañana;
soy la luz que en tu ventana
filtra en manojos la luna;
la que de niña en la cuna
abrió tus ojos risueños,
la que dibuja tus sueños
en la desierta laguna.

Yo soy la música vaga
que en los confines se escucha,
esa armonía que lucha
con el silencio, y se apaga;
el aire tibio que halaga
con su incesante volar,
que del ombú, vacilar
hace la copa bizarra;
¡y la doliente guitarra
que suele hacerte llorar!..."

Leve rumor de un gemido,
de una caricia llorosa,
hendió la sombra medrosa,
crujió en el árbol dormido.
Después, el ronco estallido
de rotas cuerdas se oyó;
un remolino pasó
batiendo el rancho cercano;
y en el circuito del llano
todo en silencio quedó.

Luego, inflamando el vacío,
se levantó la alborada,
con esa blanca mirada
que hace chispear el rocío.
Y cuando el sol en el río
vertió su lumbre primera,
se vio una sombra ligera
en occidente ocultarse
y el alto ombú balancearse
sobre una antigua tapera.


El himno del payador

En pos del alba azulada,
ya por los campos rutila
del sol la grande, tranquila
y victoriosa mirada.
Sobre la curva lomada
que asalta el cardo bravío,
y allá en el bajo sombrío
donde el arroyo serpea,
de cada hierba gotea
la viva luz del rocío.

De los opuestos confines
de la Pampa, uno tras otro,
sobre el indómito potro
que vuelca y bate las crines,
abandonando fortines,
estancias, rancho, mujer,
vienen mil gauchos a ver
si en otro pago distante,
hay quien se ponga delante
cuando se grita: "¡A vencer!"

Sobre el inmenso escenario
vanse formando en dos alas,
y el sol reluce en las galas
de cada bando contrario;
puéblase el aire del vario
rumor que en torno desata
la brillante cabalgata
que hace sonar, de luz llenas,
las espuelas nazarenas
y las virolas de plata.

De entre ellos el más anciano
divide el campo después,
señalando de través
larga huella por el llano;
y alzando luego en su mano
una pelota de cuero
con dos manijas, certero
la arroja al aire, gritando:
"¡Vuela el pato!... ¡Va buscando
un valiente verdadero!"

Y cada bando a correr
suelta el potro vigoroso;
y aquel sale victorioso
que logra asirlo al caer.
Puesto el que supo vencer
en medio, la turba calla;
y a ambos lados de la valla
de nuevo parten el llano,
esperando del anciano
la alta señal de batalla.

Dala al fin. Hondo clamor
ronco truena en el circuito
y el caballo salta al grito
de su impávido señor;
y vencido y vencedor,
del noble triunfo sedientos,
se atropellan turbulentos
en largas filas cerradas,
cual dos olas encrespadas
que azotan contrarios vientos.

Alza en alto la presea
su feliz conquistador
y su bando en derredor
le defiende y vitorea.
Uno y otro aguijonea
el ágil bruto, y chocando
entre sí, corren dejando
por los inciertos caminos,
polvorosos remolinos
sobre las pampas rodando.

Vuela el símbolo del juego
por el campo arrebatado,
de los unos conquistado,
de los otros presa luego;
vense, entre hálitos de fuego,
varios jinetes rodar,
otros súbito avanzar
pisoteando los caídos;
y en el aire sacudidos,
rojos ponchos ondear.

Huyen en tanto, azoradas,
de las lagunas vecinas,
como vivientes neblinas,
estrepitosas bandadas;
las grandes plumas cansadas,
tiende el chajá corpulento;
y con veloz movimiento
y con silbido de balas,
bate el carancho las alas
hiriendo a hachazos el viento.

Con fuerte brazo les quita
robusto joven la prenda,
y tendido, a toda rienda:
"¡Yo solo me basto!", grita.
En pos de él se precipita,
y tierra y cielos asorda,
lanzada a escape la horda
tras el audaz desafío,
con la pujanza de un río
que anchuroso se desborda.

Y allá van, todos unidos,
y él los azuza y provoca
golpeándose la boca,
con salvajes alaridos.
Danle caza, y confundidos,
todos el cuerpo inclinado
sobre el arzón del recado,
temen que el triunfo les roben,
cuando, volviéndose, el joven
echa al tropel su tostado...

El sol ya la hermosa frente
abatía y silencioso
su abanico luminoso
desplegaba en occidente,
cuando un grito de repente
llenó el campo, y al clamor
cesó la lucha, en honor
de un solo nombre bendito,
que aquel grito era este grito:
"¡Santos Vega, el payador!"

Mudos ante él se volvieron
y ya la rienda sujeta,
en derredor del poeta
un vasto círculo hicieron.
Todos el alma pusieron
en los atentos oídos,
porque los labios queridos
de Santos Vega cantaban
y en su guitarra zumbaban
estos vibrantes sonidos:

"¡Los que tengan corazón,
los que el alma libre tengan,
los valientes, ésos vengan
a escuchar esta canción!
Nuestro dueño es la nación
que en el mar vence la ola,
que en los montes reina sola,
que en los campos nos domina,
y que en la tierra argentina
clavó la enseña española.

"Hoy mi guitarra, en los llanos,
cuerda por cuerda, así vibre:
¡hasta el chimango es más libre
en nuestra tierra, paisanos!
Mujeres, niños, ancianos,
el rancho aquel que primero
llenó con sólo un ¡te quiero!
la dulce prenda querida,
¡todo!... ¡el amor y la vida,
es de un monarca extranjero!

"Ya Buenos Aires, que encierra,
como las nubes, el rayo,
el Veinticinco de Mayo
clamó de súbito: '¡Guerra!'
¡Hijos del llano y la sierra,
pueblo argentino! ¿Qué haremos?
¿Menos valientes seremos
que los que libres se aclaman?
¡De Buenos Aires nos llaman,
a Buenos Aires volemos!

"¡Ah!, ¡si es mi voz impotente
para arrojar, con vosotros,
nuestra lanza y nuestros potros
por el vasto continente,
si jamás independiente
veo el suelo en que he cantado,
no me entierren en sagrado
donde una cruz me recuerde:
entiérrenme en campo verde,
donde me pise el ganado!"

Cuando cesó esta armonía,
que los conmueve y asombra,
era ya Vega una sombra
que allá en la noche se hundía...
¡Patria! a sus almas decía
el cielo de astros cubierto;
¡Patria! el sonoro concierto
de las lagunas de plata;
¡Patria! la trémula mata
del pajonal del desierto.

Y a Buenos Aires volaron
y el himno audaz repitieron
cuando a Belgrano siguieron,
cuando con Güemes lucharon,
cuando por fin se lanzaron
tras el Ande colosal,
hasta aquel día inmortal
en que un grande americano
batió al sol ecuatoriano
nuestra enseña nacional.



La muerte del payador

Bajo el ombú corpulento,
de las tórtolas amado
porque su nido han labrado
allí al amparo del viento,
en el amplísimo asiento
que la raíz desparrama,
donde en las siestas la llama
de nuestro sol no se allega,
dormido está Santos Vega,
aquel de la larga fama .

En los ramajes vecinos
ha colgado silenciosa
la guitarra melodiosa
de los cantos argentinos.
Al pasar los campesinos
ante Vega se detienen,
en silencio se convienen
a guardarle allí dormido
y hacen señas 'no hagan ruido'
los que están a los que vienen.

El más viejo se adelanta
del grupo inmóvil y llega
a palpar a Santos Vega
moviendo apenas la planta.
Una morocha que encanta
por su aire suelto y travieso
causa eléctrico embeleso
porque, gentil y bizarra,
se aproxima a la guitarra
y en las cuerdas pone un beso.

Turba entonces el sagrado
silencio que a Vega cerca,
un jinete que se acerca
a la carrera lanzado;
retumba el desierto hollado
por el casco volador;
y aunque el grupo, en su estupor,
contenerlo pretendía,
llega, salta, lo desvía,
y sacude al payador.

No bien el rostro sombrío
de aquel hombre mudos vieron,
horrorizados sintieron
temblar las carnes de frío.
Miró en torno con bravío
y desenvuelto ademán,
y dijo: "Entre los que están
no tengo ningún amigo,
pero, al fin, para testigo
lo mismo es Pedro que Juan."

Alzó Vega la alta frente
y le contempló un instante
enseñando en el semblante
cierto hastío indiferente.
"Por fin", dijo fríamente
el recién llegado, "estamos
juntos los dos y encontramos
la ocasión, que éstos provocan,
de saber cómo se chocan
las canciones que cantamos".

Así diciendo, enseñó
una guitarra en sus manos
y en los raigones cercanos
preludiando se sentó.
Vega entonces sonrió
y al volverse al instrumento
la morocha hasta su asiento
ya su guitarra traía
con un gesto que decía:
"La he besado hace un momento".

Juan Sin Ropa (se llamaba
Juan Sin Ropa el forastero)
comenzó por un ligero
dulce acorde que encantaba.
Y con voz que modulaba
blandamente los sonidos,
cantó tristes nunca oídos,
cantó cielos no escuchados,
que llevaban, derramados,
la embriaguez a los sentidos.

Santos Vega oyó suspenso
al cantor y toda inquieta
sintió su alma de poeta
como un aleteo inmenso.
Luego en un preludio intenso
hirió las cuerdas sonoras
y cantó de las auroras
y las tardes pampeanas
endechas americanas
más dulces que aquellas horas.

Al dar Vega fin al canto,
ya una triste noche oscura
desplegaba en la llanura,
las tinieblas de su manto.
Juan Sin Ropa se alzó en tanto,
bajo el árbol se empinó,
un verde gajo tocó,
y tembló la muchedumbre,
porque, echando roja lumbre,
aquel gajo se inflamó.

Chispearon sus miradas,
y torciendo el talle esbelto
fue a sentarse medio envuelto
por las rojas llamaradas.
¡Oh, qué voces levantadas
las que entonces se escucharon!
¡Cuántos ecos despertaron
en la Pampa misteriosa,
a esa música grandiosa
que los vientos se llevaron!

Era aquélla esa canción
que en el alma sólo vibra,
modulada en cada fibra
secreta del corazón;
el orgullo, la ambición,
los más íntimos anhelos,
los desmayos y los vuelos
del espíritu genial,
que va, en pos del ideal,
como el cóndor a los cielos.

Era el grito poderoso
del progreso dado al viento,
el solemne llamamiento
al combate más glorioso.
Era, en medio del reposo
de la Pampa ayer dormida,
la visión ennoblecida
del trabajo, antes no honrado;
la promesa del arado,
que abre cauces a la vida.

Como en mágico espejismo,
al compás de ese concierto
mil ciudades el desierto
levantaba de sí mismo.
Y a la par que en el abismo
una edad se desmorona,
al conjuro en la ancha zona
derramábase la Europa,
pues sin duda Juan Sin Ropa
era la ciencia en persona.

Oyó Vega embebecido
aquel himno prodigioso
e inclinando el rostro hermoso,
dijo: "Sé que me has vencido".
El semblante humedecido
por nobles gotas de llanto
volvió a la joven, su encanto,
y en los ojos de su amada
clavó una larga mirada
y entonó su postrer canto:

"Adiós luz del alma mía,
adiós flor de mis llanuras,
manantial de las dulzuras
que mi espíritu bebía;
adiós mi única alegría,
dulce afán de mi existir;
Santos Vega se va a hundir
en lo inmenso de esos llanos...
¡Lo han vencido! ¡Llegó, hermanos,
el momento de morir!"

Aún sus lágrimas cayeron
en la guitarra, copiosas,
y las cuerdas temblorosas
a cada gota gimieron;
pero súbito cundieron
del gajo ardiente las llamas
y trocado entre las ramas
en serpiente Juan Sin Ropa
arrojó de la alta copa
brillante lluvia de escamas.

Ni aun cenizas en el suelo
de Santos Vega quedaron,
y los años dispersaron
los testigos de aquel duelo;
pero un viejo y noble abuelo,
así el cuento terminó:
"Y si cantando murió
aquél que vivió cantando
fue, decía suspirando,
porque el diablo lo venció".

La cautiva / 1837 Esteban Echeverría (1805-1851)




 Primera parte 

 EL DESIERTO


 Era la tarde, y la hora 
 en que el sol la cresta dora 
 de los Andes. El Desierto 
 inconmensurable, abierto, 
 y misterioso a sus pies 
 se extiende; triste el semblante, 
 solitario y taciturno 
 como el mar, cuando un instante 
 el crepúsculo nocturno, 
 pone rienda a su altivez. 


 Gira en vano, reconcentra 
 su inmensidad, y no encuentra 
 la vista, en su vivo anhelo, 
 do fijar su fugaz vuelo, 
 como el pájaro en el mar. 
 Doquier campos y heredades 
 del ave y bruto guaridas, 
 doquier cielo y soledades 
 de Dios sólo conocidas, 
 que El sólo puede sondar. 


 A veces la tribu errante 
 sobre el potro rozagante, 
 cuyas crines altaneras 
 flotan al viento ligeras, 
 lo cruza cual torbellino, 
 y pasa; o su toldería  1 
 sobre la grama frondosa 
 asienta, esperando el día 
 duerme, tranquila reposa, 
 sigue veloz su camino. 


 ¡Cuántas, cuántas maravillas, 
 sublimes y a par sencillas, 
 sembró la fecunda mano 
 de Dios allí! ¡Cuánto arcano 
 que no es dado al mundo ver! 
 La humilde yerba, el insecto, 
 la aura aromática y pura; 
 el silencio, el triste aspecto 
 de la grandiosa llanura, 
 el pálido anochecer. 


 Las armonías del viento 
 dicen más al pensamiento 
 que todo cuanto a porfía 
 la vana filosofía 
 pretende altiva enseñar. 
 ¡Qué pincel podrá pintarlas 
 sin deslucir su belleza! 
 ¡Qué lengua humana alabarlas! 
 Sólo el genio su grandeza 
 puede sentir y admirar. 


 Ya el sol su nítida frente 
 reclinaba en occidente, 
 derramando por la esfera 
 de su rubia cabellera 
 el desmayado fulgor. 
 Sereno y diáfano el cielo, 
 sobre la gala verdosa 
 de la llanura, azul velo 
 esparcía, misteriosa 
 sombra dando a su color. 


 El aura moviendo apenas 
 sus alas de aroma llenas, 
 entre la yerba bullía 
 del campo que parecía 
 como un piélago ondear. 
 Y la tierra, contemplando 
 del astro rey la partida, 
 callaba, manifestando, 
 como en una despedida, 
 en su semblante pesar. 


 Sólo a ratos, altanero 
 relinchaba un bruto fiero, 
 aquí o allá, en la campaña; 
 bramaba un toro de saña, 
 rugía un tigre feroz; 
 o las nubes contemplando, 
 como extático y gozoso, 
 el yajá  2, de cuando en cuando, 
 turbaba el mudo reposo 
 con su fatídica voz. 


 Se puso el sol; parecía 
 que el vasto horizonte ardía: 
 la silenciosa llanura 
 fue quedando más obscura, 
 más pardo el cielo, y en él, 
 con luz trémula brillaba 
 una que otra estrella, y luego 
 a los ojos se ocultaba, 
 como vacilante fuego 
 en soberbio chapitel. 


 El crepúsculo, entretanto, 
 con su claroscuro manto, 
 veló la tierra; una faja, 
 negra como una mortaja, 
 el occidente cubrió; 
 mientras la noche bajando 
 lenta venía, la calma 
 que contempla suspirando, 
 inquieta a veces el alma, 
 con el silencio reinó. 


 Entonces, como el rüido, 
 que suele hacer el tronido 
 cuando retumba lejano, 
 se oyó en el tranquilo llano 
 sordo y confuso clamor; 
 se perdió... y luego violento, 
 como baladro espantoso 
 de turba inmensa, en el viento 
 se dilató sonoroso, 
 dando a los brutos pavor. 


 Bajo la planta sonante 
 del ágil potro arrogante 
 el duro suelo temblaba, 
 y envuelto en polvo cruzaba 
 como animado tropel, 
 velozmente cabalgando; 
 víanse lanzas agudas, 
 cabezas, crines ondeando, 
 y como formas desnudas 
 de aspecto extraño y crüel. 


 ¿Quién es? ¿Qué insensata turba 
 con su alarido perturba, 
 las calladas soledades 
 de Dios, do las tempestades 
 sólo se oyen resonar? 
 ¿Qué humana planta orgullosa 
 se atreve a hollar el desierto 
 cuando todo en él reposa? 
 ¿Quién viene seguro puerto 
 en sus yermos a buscar? 


 ¡Oíd! Ya se acerca el bando 
 de salvajes, atronando 
 todo el campo convecino. 
 ¡Mirad! Como torbellino 
 hiende el espacio veloz. 
 El fiero ímpetu no enfrena 
 del bruto que arroja espuma; 
 vaga al viento su melena, 
 y con ligereza suma 
 pasa en ademán atroz. 


 ¿Dónde va? ¿De dónde viene? 
 ¿De qué su gozo proviene? 
 ¿Por qué grita, corre, vuela, 
 clavando al bruto la espuela, 
 sin mirar alrededor? 
 ¡Ved que las puntas ufanas 
 de sus lanzas, por despojos, 
 llevan cabezas humanas, 
 cuyos inflamados ojos 
 respiran aún furor! 


 Así el bárbaro hace ultraje 
 al indomable coraje 
 que abatió su alevosía; 
 y su rencor todavía 
 mira, con torpe placer, 
 las cabezas que cortaron 
 sus inhumanos cuchillos, 
 exclamando: -"Ya pagaron 
 del cristiano los caudillos 
 el feudo a nuestro poder. 


 Ya los ranchos  3 do vivieron 
 presa de las llamas fueron, 
 y muerde el polvo abatida 
 su pujanza tan erguida. 
 ¿Dónde sus bravos están? 
 Vengan hoy del vituperio, 
 sus mujeres, sus infantes, 
 que gimen en cautiverio, 
 a libertar, y como antes 
 nuestras lanzas probarán". 


 Tal decía; y, bajo el callo 
 del indómito caballo, 
 crujiendo el suelo temblaba; 
 hueco y sordo retumbaba 
 su grito en la soledad. 
 Mientras la noche, cubierto 
 el rostro en manto nubloso, 
 echó en el vasto desierto, 
 su silencio pavoroso, 
 su sombría majestad. 

   
   

sábado, 23 de agosto de 2014

Antonio Machado - Poemas

HE ANDADO MUCHOS CAMINOS

 He andado muchos caminos,
 he abierto muchas veredas,
 he navegado en cien mares
 y atracado en cien riberas.

 En todas partes he visto
 caravanas de tristeza,
 soberbios y melancòlicos
 borrachos de sombra negra,

 y pedantones al paño
 que miran, callan y piensan
 que saben, porque no beben
 el vino de las tabernas.

 Mala gente que camina
 y va apestando la tierra...

 Y en todas partes he visto
 gentes que danzan o juegan
 cuando pueden, y laboran
 sus cuatro palmos de tierra.

 Nunca, si llegan a un sitio,
 preguntan adònde llegan.
 Cuando caminan, cabalgan
 a lomos de mula vieja,

 y no conocen la prisa
 ni aun en los días de fiesta.
 Donde hay vino, beben vino;
 donde no hay vino, agua fresca

 Son buenas gentes que viven,
 laboran, pasan y sueñan,
 y en un día como tantos
 descansan bajo la tierra.


 RECUERDO INFANTIL

 Una tarde parda y fría
 de invierno. Los colegiales
 estudian. Monotonía
 de lluvia tras los cristales.

 Es la clase. En un cartel
 se representa a Caín
 fugitivo, y muerto Abel,
 junto a una mancha carmín.

 Con timbre sonoro y hueco
 truena el maestro, un anciano
 mal vestido, enjuto y seco,
 que lleva un libro en la mano.

 Y todo un coro infantil
 va cantando la lecciòn:
 mil veces ciento, cien mil;
 mil veces mil, un millòn.

 Una tarde parda y fría
 de invierno. Los colegiales
 estudian. Monotonía
 de la lluvia en los cristales.


 EL LIMONERO LÁNGUIDO SUSPENDE

 El limonero lánguido suspende
 una pálida rama polvorienta
 sobre el encanto de la fuente limpia,
 y allá en el fondo sueñan
 los frutos de oro...
 Es una trade clara,
 casi de primavera;
 tibia tarde de marzo,
 que al hálito de abril cercano lleva;
 y estoy solo, en el patio silencioso,
 buscando una ilusiòn cándida y vieja:
 alguna sombra sobre el blanco muro,
 algún recuerdo, en el pretil de piedra
 de la fuente dormido, o, en el aire,
 algún vagar de túnica ligera.

 En el ambiente de la tarde flota
 ese aroma de ausencia
 que dice al alma luminosa: nunca,
 y al corazòn: espera.

 Ese aroma que evoca los fantasmas
 de las fragancias vírgenes y muertas.

 Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara,
 casi de primavera,
 tarde sin flores, cuando me traías
 el buen perfume de la hierbabuena,
 y de la buena albahaca,
 que tenía mi madre en sus macetas.

 Que tú me viste hundir mis manos puras
 en el agua serena,
 para alcanzar los frutos encantados
 que hoy en el fondo de la fuente sueñan...

 Sí, te conozco, tarde alegre y clara,
 casi de primavera.


 YO ESCUCHO LOS CANTOS

 Yo escucho los cantos
 de viejas cadencias,
 que los niños cantan
 cuando en corro juegan,
 y vierten en coro
 sus almas que sueñan,
 cual vierten sus aguas
 las fuentes de piedra:
 con monotonías
 de risas eternas,
 que no son alegres;
 con lágrimas viejas,
 que no son amargas,
 y dicen tristezas,
 tristezas de amores
 de antiguas leyendas.

 En los labios niños,
 las canciones llevan
 confusa la historia
 y clara la pena;
 como clara el agua
 lleva su conseja
 de viejos amores,
 que nunca se cuentan.

 Jugando, a la sombra
 de una plaza vieja,
 los niños cantaban...

 La fuente de piedra
 vertía su eterno
 cristal de leyenda.

 Cantaban los niños
 canciones ingenuas
 de un algo que pasa
 y que nunca llega:
 la historia confusa
 y clara la pena.

 Seguía su cuento
 la fuente serena.
 Borrada la historia,
 contaba la pena.


 ORILLAS DEL DUERO

 Se ha asomado una cígüeña a lo alto del campanario.
 Girando en torno a la torre y al caseròn solitarío;
 ya las golondrinas chillan. Pasaron del blanco invierno,
 de nevascas y ventiscas los crudos soplos de infierno.
 Es una tibia mañana.
 El sol calienta un poquito la pobre tierra soriana.

 Pasados los verdes pinos,
 casi azules, primavera
 se ve brotar en los finos
 chopos de la carretera
 y del río. El Duero corre, terso y mudo, mansamente.
 El campo parece, más que joven, adolescente.

 Entre las hierbas, alguna humilde flor ha nacido,
 azul o blanca. ¡Belleza del campo apenas florido,
 y mística primavera!

 ¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera,
 espuma de la montaña
 ante la azul lejanía;
 sol del día, claro día!
 ¡Hermosa tierra de España!


 YO VOY SOÑANDO CAMINOS

 Yo voy soñando caminos
 de la tarde. ¡Las colinas
 doradas, los verdes pinos,
 las polvorientas encinas! ...
 ¿Adònde el camino irá?
 Yo voy cantando, viajero
 a lo largo del sendero...
—La tarde cayendo está—.
«En el corazòn tenía
 la espina de una pasiòn;
 logré arrancármela un día,
 ya no siento el corazòn.»

Y todo el campo un momento
 se queda, mudo y sombrío,
 meditando. Suena el viento
 en los álamos del río.

 La tarde más se oscurece;
 y el camino que serpea
 y débilmente blanquea
 se enturbia y desaparece.

 Mi cantar vuelve a plañir:
«Aguda espina dorada,
 quién te pudiera sentir
 en el corazòn clavada.»


AMADA, EL AURA DICE

 Amada, el aura dice
 tu pura veste blanca... 
 No te verán mis ojos;
 ¡mi corazòn te aguarda!

 El aura me ha traído
 tu nombre en la mañana;
 el eco de tus pasos
 repite la montaña...
 No te verán mis ojos;
 ¡mi corazòn te aguarda!

 En las sombrías torres
 repican las campanas...
 No te verán mis ojos;
 ¡mi corazòn te aguarda!

 Los golpes del martillo
 dicen la negra caja;
 y el sitio de la fosa,
 los golpes de la azada...
 No te verán mis ojos;
 ¡mi corazòn te aguarda!



 PRELUDIO

 Mientras la sombra pasa de un santo amor, hoy quiero
 poner un dulce salmo sobre mi viejo atril.
 Acordaré las notas del òrgano severo
 al suspirar fragante del pífano de abril.

 Madurarán su aroma las pomas otoñales;
 la mirra y el incienso salmodiarán su olor;
 exhalarán su fresco perfume los rosales,
 bajo la paz en sombra del tibio huerto en flor.

 Al grave acorde lento de música y aroma,
 la sola y vieja y noble razòn de mi rezar
 levantará su vuelo süave de paloma,
 y la palabra blanca se elevará al altar.


 CRECE EN LA PLAZA EN SOMBRA

 Crece en la plaza en sombra
 el musgo, y en la piedra vieja y santa
 de la iglesia. En el atrio hay un mendigo...
 Más vieja que la iglesia tiene el alma.

 Sube muy lento, en las mañanas frías,
 por la marmòrea grada,
 hasta un rincòn de piedra... Allí aparece
 su mano seca entre la rota capa.

 Con las òrbitas huecas de sus ojos
 ha visto còmo pasan
 las blancas sombras en los claros días,
 las blancas sombras de las horas santas.



 ME DIJO UN ALBA DE LA PRIMAVERA

 Me dijo un alba de la primavera:
—Yo florecí en tu corazòn sombrío
 ha muchos años, caminante viejo
 que no cortas las flores del camino.

 Tu corazòn de sombra, ¿acaso guarda
 el viejo aroma de mis viejos lirios?
 ¿Perfuman aun mis rosas la alba frente
 del hada de tu sueño adamantino?

 Respondí a la mañana:
—Sòlo tienen cristal los sueños míos.
 Yo no conozco el hada de mis sueños,
 ni sé si está mi corazòn florido.

 Pero si aguardas la mañana pura
 que ha de romper el vaso cristalino,
 quizás el hada te dará tus rosas;
 mí corazòn, tus lirios.


 ABRIL FLORECÍA

 Abril florecía
 frente a mi ventana.
 Entre los jazmines
 y las rosas blancas
 de un balcòn florido
 vi las dos hermanas.
 La menor cosía;
 la mayor hilaba...
 Entre los jazmines
 y las rosas blancas,
 la más pequeñita,
 risueña y rosada
—su aguja en el aire—,
mirò a mi ventana.

 La mayor seguía,
 silenciosa y pálida,
 el huso en su rueca
 que el lino enroscaba.
 Abril florecía
 frente a mi ventana.

 Una clara tarde
 la mayor lloraba
 entre los jazmines
 y las rosas blancas,
 y ante el blanco lino
 que en su rueca hilaba.

—¿Qué tienes—le dije—,
silenciosa pálida?
 Señalò el vestido
 que empezò la hermana.
 En la negra túnica
 la aguja brillaba;
 sobre el blanco velo,
 el dedal de plata.
 Señalò la tarde
 de abril que soñaba,
 mientras que se oía
 tañer de campanas.
 Y en la clara tarde
 me enseñò sus lágrimas...
 Abril florecía
 Frente a mi ventana.

 Fue otro abril alegre
 y otra tarde plácida.
 El balcòn florido
 solitario estaba...
 Ni la pequeñita
 risueña y rosada,
 ni la hermana triste,
 silenciosa y pálida,
 ni la negra túnica,
 ni la toca blanca...
 Tan sòlo en el huso
 el lino giraba
 por mano invisible,
 y en la oscura sala
 la luna del limpio
 espejo brillaba...
 Entre los jazmines
 y las rosas blancas
 del balcòn florido
 me miré en la clara
 luna del espejo
 que lejos soñaba...
 Abril florecía
 frente a mí ventana.



 DE LA VIDA

 ¡Ay del que llega sediento
 a ver el agua correr
 y dice: La sed que siento
 no me la calma el beber!

 ¡Ay de quien bebe, y, saciada
 la sed, desprecia la vida:
 moneda al tahúr prestada,
 que sea al azar rendida!

 Del iluso que suspira
 bajo el orden soberano,
 y del que sueña la lira
 pitagòrica en su mano.

 ¡Ay del noble peregrino
 que se para a meditar,
 después de largo camino,
 en el horror de llegar!

 ¡Ay de la melancolía
 que llorando se consuela,
 y de la melomanía
 de un corazòn de zarzuela!

 ¡Ay de nuestro ruiseñor,
 si en una noche serena
 se cura del mal de amor
 que llora y canta su pena!

 ¡De los jardines secretos,
 de los pensiles soñados
 y de los sueños poblados
 de propòsitos discretos!

 ¡Ay del galán sin fortuna
 que ronda a la luna bella,
 de cuantos caen de la luna,
 de cuantos se marchan a ella!

 ¡De quien el fruto prendido
 en la rama no alcanzò,
 de quien el fruto ha mordido
 y el gusto amargo probò!

 ¡Y de nuestro amor primero
 y de su fe mal pagada,
 y, también, del verdadero
 amante de nuestra amada!


 INVENTARIO GALANTE

 Tus ojos me recuerdan
 las noches de verano,
 negras noches sin luna,
 orilla al mar salado,
 y el chispear de estrellas
 del cielo negro y bajo.
 Tus ojos me recuerdan
 las noches de verano.
 Y tu morena carne,
 los trigos requemados
 y el suspirar de fuego
 de los maduros campos.

 Tu hermana es clara y débil
 como los juncos lánguidos,
 como los sauces tristes,
 como los linos glaucos.
 Tu hermana es un lucero
 en el azul lejano...
 Y es alba y aura fría
 sobre los pobres álamos
 que en las orillas tiemblan
 del río humilde y manso.
 Tu hermana es un lucero
 en el azul lejano.

 De tu morena gracia,
 de tu soñar gitano,
 de tu mirar de sombra
 quiero llenar mi vaso.

 Me embriagaré una noche
 de cielo negro y bajo,
 para cantar contigo,
 orilla al mar salado,
 una canciòn que deje
 cenizas en los labios...
 De tu mirar de sombra
 quiero llenar mi vaso.

 Para tu linda hermana
 arrancaré los ramos
 de florecillas nuevas
 a los almendros blancos,
 en un tranquilo y triste
 alborear de marzo.
 Los regaré con agua
 de los arroyos claros,
 los ataré con verdes
 junquillos del remanso...
 Para tu linda hermana
 yo haré un ramito blanco.


 ME DIJO UNA TARDE

 Me dijo una tarde
 de la primavera:
 Si buscas caminos
 en flor en la tierra,
 mata tus palabras
 y oye tu alma vieja.
 Que el mismo albo lino
 que te vista sea
 tu traje de duelo,
 tu traje de fiesta.
 Ama tu alegría
 y ama tu tristeza,
 si buscas caminos
 en flor en la tierra.
 Respondí a la tarde
 de la primavera:

—Tú has dicho el secreto
 que en mi alma reza:
 yo odio la alegría
 por odio a la pena.
 Mas antes que pise
 tu florida senda,
 quisiera traerte
 muerta mi alma vieja.


 ERA UNA MAÑANA Y ABRIL SONREÍA

 Era una mañana y abril sonreía.
 Frente al horizonte dorado moría
 la luna, muy blanca y opaca; tras ella,
 cual tenue ligera quimera, corría
 la nube que apenas enturbia una estrella.

 Como sonreía la rosa mañana,
 al sol del oriente abrí mi ventana;
 y en mi triste alcoba penetrò el oriente
 en canto de alondras, en risa de fuente
 y en suave perfume de flora temprana.

 Fue una clara tarde de melancolía.
 Abril sonreía. Yo abrí las ventanas
 de mi casa al viento... El viento traía
 perfumes de rosas, doblar de campanas...

 Doblar de campanas lejanas, llorosas,
 süave de rosas aromado aliento...
 ...¿Dònde están los huertos floridos de rosas?
 ¿Qué dicen las dulces campanas al viento?

 Pregunté a la tarde de abril que moría:
—¿Al fin la alegría se acerca a mi casa?
 La tarde de abril sonriò: —La alegría
 pasò por tu puerta-y luego, sombría—:
Pasò por tu puerta. Dos veces no pasa.



 ANOCHE CUANDO DORMÍA

 Anoche cuando dormía
 soñé, ¡bendita ilusiòn!,
 que una fontana fluía
 dentro de mi corazòn.
 Di: ¿por qué acequia escondida,
 agua, vienes hasta mí,
 manantial de nueva vida
 en donde nunca bebí?

 Anoche cuando dormía
 soñé, ¡bendita ilusiòn!,
 que una colmena tenía
 dentro de mi corazòn;
 y las doradas abejas
 iban fabricando en él,
 con las amarguras viejas,
 blanca cera y dulce miel.

 Anoche cuando dormía
 soñé, ¡bendita ilusiòn!,
 que un sol ardiente lucía
 dentro de mi corazòn.
 Era ardiente porque daba
 calores de rojo hogar,
 y era sol porque alumbraba
 y porque hacía llorar.

 Anoche cuando dormía
 soñé, ¡bendita ilusiòn!,
 que era Dios lo que tenía
 dentro de mi corazòn.


 RETRATO

 Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla
 y un huerto claro donde madura el limonero;
 mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
 mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

 Ni un seductor Mañara ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—;
mas recibí la flecha que me asignò Cupido
 y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.

 Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
 pero mi verso brota de manantial sereno;
 y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
 soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

 Adoro la hermosura, y en la moderna estética
 corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
 mas no amo los afeites de la actual cosmética
 ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

 Desdeño las romanzas de los tenores huecos
 y el coro de los grillos que cantan a la luna.
 A distinguir me paro las voces de los ecos,
 y escucho solamente, entre las voces, una.

 ¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
 mi verso como deja el capitán su espada:
 famosa por la mano viril que la blandiera,
 no por el docto oficio del forjador preciada.

 Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
 que me enseñò el secreto de la filantropía.

 Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
 A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
 el traje que me cubre y la mansiòn que habitò,
 el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

 Y cuando llegue el día del último viaje
 y esté a partir la nave que nunca ha de tornar,
 me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
 casi desnudo, como los hijos de la mar.


 A ORILLAS DEL DUERO

 Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día.
 Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía,
 buscando los recodos de sombra, lentamente.
 A trechos me paraba para enjugar mi frente
 y dar algún respiro al pecho jadeante;
 o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia delante
 y hacia la mano diestra vencido y apoyado
 en un bastòn, a guisa de pastoril cayado,
 trepaba por los cerros que habitan las rapaces
 aves de altura, hollando las hierbas montaraces
 de fuerte olor-romero, tomillo, salvia, espliego—.
Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.

 Un buitre de anchas alas, con majestuoso vuelo
 cruzaba solitario el puro azul del cielo.
 Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo,
 y una redonda loma cual recamado escudo,
 y cárdenos alcores sobre la parda tierra
—harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra—,
las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero
 para formar la corva ballesta de un arquero
 en torno a Soria. —Soria es una barbacana
 hacia Aragòn que tiene la torre castellana—.
Veía el horizonte cerrado por colinas
 oscuras, coronadas de robles y de encinas;
 desnudos peñascales, algún humilde prado
 donde el merino pace y el toro arrodillado
 sobre la hierba rumia, las márgenes del río
 lucir sus verdes álamos al claro sol de estío
 y, silenciosamente, lejanos pasajeros,
 ¡tan diminutos! —carros, jinetes y arrieros—,
cruzar el largo puente y bajo las arcadas
 de piedra ensombrecerse las agujas plateadas
 del Duero.

 El Duero cruza el corazòn de roble
 de Iberia y de Castilla.

 ¡Oh tierra triste y noble,
 la de los altos llanos y yermos y roquedas,
 de campos sin arados, regatos ni arboledas;
 decrépitas ciudades, caminos sin mesones
 y atònitos palurdos sin danzas ni canciones
 que aún van, abandonando el mortecino hogar,
 como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!

 Castilla miserable, ayer dominadora,
 envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora.
 ¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada
 recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?
 Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;
 cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.
 ¿Pasò? Sobre sus campos aun el fantasma yerra
 de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.

 La madre en otro tiempo fecunda en capitanes
 madrastra es apenas de humildes ganapanes.
 Castilla no es aquella tan generosa un día,
 cuando Mio Cid Rodrigo el de Vivar volvía,
 ufano de su nueva fortuna y su opulencia,
 a regalar a Alfonso los huertos de Valencia;
 o que, tras la aventura que acreditò sus bríos,
 pedía la conquista de los inmensos ríos
 indianos. a la corte; la madre de soldados,
 guerreros y adalides que han de tornar cargados
 de plata y oro a España, en regios galeones,
 para la presa, cuervos; para la lid, leones.
 Filòsofos nutridos de sopa de convento
 contemplan impasibles el amplio firmamento;
 y si les llega en sueños, como un rumor distante,
 clamor de mercaderes de muelles de Levante,
 no acudirán siquiera a preguntar ¿qué pasa?
 Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.

 Castilla miserable, ayer dominadora;
 envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora.

 El sol va declinando. De la ciudad lejana
 me llega un armonioso tañido de campana
—ya irán a su rosario las enlutadas viejas—.
De entre las peñas salen dos lindas comadrejas;
 me miran y se alejan, huyendo, y aparecen
 de nuevo, ¡tan curiosas! ... Los campos se oscurecen.
 Hacia el camino blanco está el mesòn abierto
 al campo ensombrecido y al pedregal desierto.



 POR TIERRAS DE ESPAÑA

 El hombre de estos campos que incendia los pinares
 y su despojo aguarda como botín de guerra,
 antaño hubo raído los negros encinares,
 talado los robustos robledos de la sierra.

 Hoy ve sus pobres hijos huyendo de sus lares;
 la tempestad llevarse los limos de la tierra
 por los sagrados ríos hacia los anchos mares;
 y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra.

 Es hijo de una estirpe de rudos caminantes,
 pastores que conducen sus hordas de merinos
 a Extremadura fértil, rebaños trashumantes
 que mancha el polvo y dora el sol de los caminos.

 Pequeño, ágil, sufrido, los ojos de hombre astuto,
 hundidos, recelosos, movibles; y trazadas
 cual arco de ballesta, en el semblante enjuto
 de pòmulos salientes, las cejas muy pobladas.

 Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,
 capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,
 que bajo el pardo sayo esconde un alma fea,
 esclava de los siete pecados capitales.

 Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza,
 guarda su presa y llora la que el vecino alcanza;
 ni para su infortunio ni goza su riqueza;
 le hieren y acongojan fortuna y malandanza.

 El numen de estos campos es sanguinario y fiero:
 al declinar la tarde, sobre el remoto alcor,
 veréis agigantarse la forma de un arquero,
 la forma de un inmenso centauro flechador.

 Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
—no fue por estos campos el bíblico jardín—;
son tierras para el águila, un trozo de planeta
 por donde cruza errante la sombra de Caín.



 A UN OLMO SECO

 Al olmo viejo, podrido por el rayo
 y en su mitad podrido,
 con las lluvias de abril y el sol de mayo
 algunas hojas verdes le han salido.

 ¡El olmo centenario en la colina
 que lame el Duero! Un musgo amarillento
 le mancha la corteza blanquecina
 al tronco carcomido y polvoriento.

 No será, cual los álamos cantores
 que guardan el camino y la ribera,
 habitado de pardos ruiseñores.

 Ejército de hormigas en hilera
 va trepando por él, y en sus entrañas
 urden sus telas grises las arañas.

 Antes que te derribe, olmo del Duero,
 con su hacha el leñador, y el carpintero
 te convierta en melena de campana,
 lanza de carro o yugo de carreta;
 antes que rojo en el hogar, mañana,
 ardas, de alguna mísera caseta,
 al borde de un camino;
 antes que te descuaje un torbellino
 y tronche el soplo de las sierras blancas;
 antes que el río hasta la mar te empuje
 por valles y barrancas,
 olmo, quiero anotar en mi cartera
 la gracia de tu rama verdecida.
 Mi corazòn espera
 también, hacia la luz y hacia la vida,
 otro milagro de la primavera.


 NUNCA PERSEGUÍ LA GLORIA

 Nunca perseguí la gloria
 ni dejar en la memoria
 de los hombres mi canciòn;
 yo amo los mundos sutiles,
 ingrávidos y gentiles
 como pompas de jabòn.
 Me gusta verlos pintarse
 de sol y grana, volar
 bajo el cielo azul, temblar
 súbitamente y quebrarse.